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Foto del escritorJorge A. Peña Villalba

EL PATIO DE ATRÁS



Cada mañana, siguiendo un sagrado ritual, la abuela se levantaba, se colocaba su bata café y sus chanclas grises, y comenzaba a recorrer su enorme casa, una de aquellas que tenía dos patios interiores. Uno, el delantero, estaba en toda la mitad y era lo primero que se veía cuando se ingresaba. El piso era de color rosado grisoso agrietado producto del desgaste de los años. Se encontraba rodeado de muchísimas plantas al igual que de las innumerables habitaciones que tenía hacia la parte izquierda, las cuales, por intermedio de sus puertas, vigilaban fijamente el patio. También había un enorme comedor que lo conectaba todo. Luego de su inspección matutina, caminaba en dirección al patio de atrás.


Ese lugar mágico y tranquilo, mezcla de parque y de selva, una especie de jardín botánico, un paraíso en medio del concreto, en medio del mundanal ruido. Cercado de árboles de todos los tamaños y colores, muchos de ellos con enormes troncos de distintos tonos de café, así como con innumerables ramas que parecían grandes brazos mecánicos; el patio de atrás era un lugar de desconexión, de rutinas, de comidas y de juegos para los miembros de la familia, así como también de extrañeza y hasta de envidia para cualquier amigo, conocido o visitante.


La abuela recorría cada árbol, lo contemplaba, lo acariciaba y le hablaba un rato. Les preguntaba cómo habían amanecido y si habían dormido bien. Luego, poco a poco, les recogía sus frutos si era el caso. Algunos ya estaban en el suelo. En cambio, para los que aún se encontraban en las ramas, y debido a que la altura no era una de sus características principales, ella se ayudaba con la horqueta: ese particular palo que era una mezcla entre una escoba vieja y un tenedor con dos puntas, elaborado con gruesas ramas de árbol fino, al final la ayudaban a completar la tarea. Pasaba por el mandarino, por el naranjo, miraba el guanábano y finalmente iba al cerezo.


Ese pequeño árbol no la defraudaba y al menos un fruto le daba para que ella recogiera y se lo llevara a la mesa del desayuno, a la alacena o se los diera a sus nietos. Punto aparte era el guayabo porque, además de ser el árbol más grande de la casa, era el que más beneficios daba, pero no era la tradicional guayaba, era la guayaba agria, una típica fruta de tierra caliente. Su sabor era ácido con solo un par de goticas dulces que se sentían solo hacia el final. Su color era verde limón, aunque un poco más claro, casi a la lima. Era redonda y con un punto negro al cual adornaban unas pequeñas orejas deformes.


Cantidades de guayabas brotaban de ese árbol al punto que al no poder consumirlas todas, las vendían e incluso las terminaban regalando porque se dañaban. La abuela y la Nana, cada cierto tiempo, atravesaban la casa con una bolsa llena y se la pasaban a los compradores por una de las ventanas que daban hacia la calle. Una gran cantidad se las regalaban a los conocidos, vecinos y amigos. La guayaba agria hacía parte de la dieta cotidiana de la familia, de los amigos de la abuela y de muchos clientes que timbraban a distintas horas preguntando por el valor de la docena.


Pero no solamente árboles y frutas había en el patio de atrás, toda clase animales vivían y pasaban la mayor parte de su tiempo allí. Bruno, Rocky, Boni, Linda, Mafalda, Moli, Tony, Sándalo, Benji, Jade y Veruska, entre muchos otros, corrieron, jugaron, se pelearon y se aparearon allí. Además, los canarios, las palomas y las maracaiberas tenían sus jaulas; estas últimas habitaban en la casa porque eran de buena suerte según una tía de la familia. Todos los días la abuela les daba de comer a sus aves y en las noches les cubría sus jaulas para que la luz no las molestara. ¿Y qué decir del corral de las gallinas? Pues ellas tenían un espacio privilegiado y exclusivo.


Cada gallina le correspondía a cada uno de los nietos de la abuela a quienes, a veces, los mandaba para que averiguaran si alguna de ellas había puesto algún huevo. Una vez uno de ellos le pregunto: --¿y cómo voy a saber cuál es mi gallina?-- La abuela se las ingenió para colocarles una banda de tela en las patas y aunque no duró mucho el invento, le dijo a su nieto que la gallina de él era la que tenía la banda de color negro. ---¿Y por qué de color negro?-- Para que aguantara el polvo y la mugre, fue la respuesta de la abuela quien convenció a su nieto, quien a su vez olvidó el tema porque estaba más preocupado por encontrar los huevos que había puesto su gallina.


Lo que fue un lugar especial para animales y plantas, también lo fue para los nietos de la abuela. Se convirtió en el sitio perfecto para jugar Escondidas, a La lleva, a Los policías y ladrones, porque el espacio lo permitía. También se presenciaban constantes carreras de camiones y de carros a control remoto, aunque esto a la abuela no le gustaba mucho porque terminaba por dañarle las plantas por lo que quien acolitaba dichas carreras era la Nana. Luego, con la llegada del batimovil, auto infantil familiar, la abuela terminó cediendo un poco. Los nietos, quienes lo utilizaban hasta el cansancio, lo convirtieron en su carro preferido y la prueba mayor era llevarlo al patio de atrás. El batimovil lo recorría de día y noche, seco o mojado; el auto fue labrando caminos y dañando plantas.


La luz que entraba al patio era asombrosa. Cada árbol, que se convertía en casa de cualquier pájaro que estuviera cerca, era iluminado desde distintos ángulos por haces de luz de diferentes intensidades dependiendo de la hora del día. Cuando llovía, se inundaba y si el aguacero era muy fuerte, el barro se convertía en un habitante e invitado más por lo que al día siguiente, para entrar, había que colocarse las botas machitas, para que no hubiera impedimento alguno de visitarlo. Cuando el verano era intenso, la abuela y la Nana se turnaban la regada de las plantas y mientras lo hacían, sabias palabras pronunciaban al tiempo que suaves caricias aparecían.


Días después, de cada árbol florecía una nueva hoja o una nueva flor. Cuando la oscuridad florecía, el patio y sus habitantes, descansaban. Incluso, se decía, que de noche asustaban y que espíritus de toda clase cuidaban el lugar para que al día siguiente estuviera listo para recibir a sus ilustres visitantes. El patio de atrás era un espacio único para la familia, para la Nana y especialmente para la abuela porque allí pasaba gran parte de la mañana, recorriendo cada árbol, cada planta, en compañía de sus plantas y de sus animales.


De un momento a otro todo fue cambiando. Las casas aledañas les dieron paso a edificios modernos. Construcciones a lado y lado le fueron quitando esa alma que se sentía en el patio de atrás al punto de que la magia y la luz fueron desapareciendo. La abuela se comenzó a sentir mal. Sus animales se envejecieron. Las palomas dejaron el patio cuando tuvieron la oportunidad y las maracaiberas hicieron lo mismo. Los nietos crecieron y ya no iban como antes a visitarla porque tenían sus propios intereses. El patio comenzó a deteriorase.


Los árboles y las plantas ya no daban los frutos de antes y los que daban, no eran aptos para el consumo humano, algo que entristeció muchísimo a la abuela porque ya no podía darles cerezas a sus nietos ni regalarles guayabas agrias a sus amigas. Los árboles se convirtieron en un buen recuerdo. Sus raíces estaban viejas y sus hojas cansadas. El cantar de los canarios quedó atrás. Las jaulas se fueron a vivir a la basura. Las gallinas terminaron convertidas en sancocho y en almuerzo familiar. La paz y la privacidad que alguna vez existió ya no era la misma.


La abuela vio con sus propios ojos el deterioro y el cambio al que se vio sometido uno de sus lugares preferidos, algo que se reflejó en su propia vida. Poco a poco dejó de ir. Después solo lo miraba desde la entrada, con tristeza, como si un huracán hubiera pasado por esos metros cuadrados tan llenos de vida. Los pájaros ya no visitaban los pocos árboles que quedaban. Ya no había frutos que recoger, solo hojas viejas. Ya no había plantas que regar, solo tierra y arena de las que nada brotaba. Ya no había animales que alimentar. Ya no había nietos a quien darle las últimas cerezas que dio el árbol.


La abuela ya no quiso volver, ese ya no era el patio que ella había conocido y del que se había enamorado, ese ya no era el patio que ella había construido. A la casa también le pesaron y le pasaron los años. Las goteras se fueron abriendo camino. Las tejas comenzaron a caerse y las paredes a agrietarse. Las habitaciones fueron quedando solas. Después ya no hubo patio de atrás. Lo que alguna vez fue un lugar lleno de árboles, de todo tipo de plantas y de animales, se convirtió en una de las torres de un edificio moderno. La abuela ya no estuvo para verlo.


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